La cuarta de las cinco vías de Tomás de Aquino, demostrativas de la existencia de Dios, dice que la bondad, la veracidad, la nobleza y otros valores espirituales, se dan en niveles que buscan aproximarse al máximo que tales valores pueden llegar a tener. Ese máximo, que es modelo para todas las perfecciones que se puedan alcanzar, es Dios.
A simple vista esta cuarta vía parece debilucha. Primero, por el carácter antropomórfico con el que se pretende caracterizar a Dios, y, segundo, porque los niveles máximos que pueden llegar a tener los valores podrían no significar que Dios existe, pues bien podrían ser simplemente representaciones maximalistas de la mente humana respecto a los valores.
Pero la cuarta vía no es debilucha, y no lo es porque supone una noción de Dios, un sensus divinitatis, grabado desde siempre en lo profundo del alma humana, y la visión de un nivel máximo, insuperable, es una de las formas de representarnos a Dios.
Ahora bien, ¿cómo así esa impronta apareció grabada en lo profundo del alma humana? La posibilidad de que lo haya hecho por pura evolución choca con un gran escollo: la evolución supone la preexistencia de algo que evolucione, lo cual es propio del mundo de lo tangible. ¿Pero qué pasa en el mundo de lo intangible, como es el caso de esa impronta? ¿Es que acaso hubo una proto-impronta que evolucionó hasta convertirse en una impronta hecha y derecha? En el supuesto no consentido de que así haya ocurrido la pregunta simplemente se trasladaría hacia más atrás: ¿cómo así surgió esa proto-impronta en la mente humana, que luego evolucionaría? Claramente se ve que la posibilidad de que algo trascendente haya puesto la noción de Dios en el alma humana es más razonable que creer que la mera evolución lo haya hecho.
Y si la explicación fuera la de que la noción de Dios está en el ser humano porque sí, que está porque está, sería una explicación que no explica nada. La cuarta vía no es debilucha.
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