Percibir y apercibir, inmanencia y trascendencia, existencia y consistencia, mente infinita, Fides et Ratio.
El punto de partida de estas reflexiones es mi percepción de que hay una realidad que me trasciende, pero que me incluye. Con naturalidad y sin juicio previo respecto a la consistencia de la realidad (consistir en) percibo la existencia de esa realidad. Por cierto, existencia y consistencia son cosas diferentes, pero ligadas entre sí.
También apercibo mi propio yo, es decir, también tengo consciencia de ser consciente, pero sin desmedro de mi percepción de la realidad que me rodea. Y cuando percibo ésta última, tal percepción tampoco ocurre en desmedro de mi apercepción de mi propio yo. Natural y espontáneamente soy capaz de percibir lo uno y de apercibir lo otro.
Al percibir la realidad que me rodea, mi yo es un dato dado paralelo, registrado en mi consciencia; y cuando apercibo mi condición consciente, la realidad que me rodea también lo es.
Ahora debo preguntarme qué es la realidad.
¿Todo lo que me muestran mis sentidos? No, eso es solo mi percepción, y por ende, mi representación de la realidad.
¿Lo que nos muestra la ciencia? No necesariamente, la experiencia nos dice que en cada época hay cosas que la ciencia aún no nos muestra, pero que después descubrimos que existían.
¿Los entes materiales solamente? No, también existen entes no materiales pero inteligibles, como la espiritualidad, una constante matemática o la velocidad de la luz, por ejemplo
¿Lo que prima facie vemos en el mundo? No necesariamente, también lo que no vemos. El iceberg no es solo su parte emergida, también lo es la sumergida.
¿La realidad es exclusivamente inmanente, como postula Baruch Spinoza? Nadie puede probar que sea sólo lo inmanente, lo natural, que en la realidad no existe nada sobrenatural. Este tema pertenece al mundo de las creencias.
Entonces, ¿qué mismo es la realidad? La realidad es lo que es. Este sencillo principio -principio de consistencia- es indudable e inequívoco. Parece no decir nada pero lo dice todo.
Reitero, la realidad que me rodea no es toda la realidad, puesto que yo también estoy en ella. Mi sola consciencia tampoco es toda la realidad, pues estoy consciente de que lo que hay en mi consciencia es solo mi percepción y, por lo tanto, mi representación de la realidad, no la realidad misma. Yo estoy en la realidad, no al revés. Mi consciencia no puede ser toda la realidad pues hay algo más ahí, fuera de mí. Por eso intuyo que la realidad es lo uno y lo otro; que ella lo es todo: la realidad que me rodea y mi propio yo, lo inmanente y lo trascendente, lo natural y lo sobre natural.
También estoy consciente de que mi capacidad para percibir y apercibir es compléxica, esto es, que percibo y apercibo conforme a mi propia consistencia material y espiritual, conforme a mi propia complexión. Y no tengo la certeza de que mi complexión sea la apropiada para percibir la realidad tal como ella es. Y si no tengo esa certeza, debo admitir la posibilidad de que la realidad no sea como yo supongo que es, vale decir, como yo me la represento.
Pero toda esta incertidumbre no me lleva a dudar de la existencia de la realidad, sino de su consistencia. Demasiadas evidencias existen como para dudar -como lo hacen algunos filósofos- de la existencia de una realidad que me trasciende y que me incluye.
Por otro lado, dadas mis limitaciones, tengo que admitir la posibilidad de que haya aspectos de la realidad que me sean desconocidos, es decir, que la realidad no sea solo la que conozco, sino también la que no conozco, y esto porque la realidad lo es todo, lo conocido y lo desconocido.
Complexión personal, representación de los fenómenos que percibo, filosofía idealista, todo esto pertenece a un mismo «mundo»: a mi mundo interior. Lo en sí de las cosas, la trascendencia sobrenatural, las ideas platónicas, el Uno, la voluntad en sí, constituyen otro mundo, el mundo que me trasciende, que está fuera de mí. Pero hay un concepto que engloba todo lo antes señalado, lo interior y lo exterior, lo conocido y lo desconocido, más allá de toda duda: la realidad. Pero no la realidad que yo supongo que es, sino la realidad que es, esto es, aquella realidad que es lo que es más allá de lo que yo suponga que es.
La percepción de la existencia de la realidad, repito, es mi punto de partida. Se trata de una visión del mundo no erudita, quizás ingenua, de puro sentido común, que pretende ser una ventana abierta de par en par a la luz de la verdad, sin prejuicios dogmáticos, pero sí con razonables intuiciones. Una visión así me lleva a buscar respuestas últimas y universales; a no encerrarme en alguna de las parcelas ideológicas en las que cómodamente suele instalarse la filosofía posmoderna. Es que, como dijo Juan Pablo II, “…es necesaria una Filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental”[1].
Y cada vez que mi búsqueda pone proa hacia lo absoluto, hacia lo último y primordial, intuyo la existencia de una voluntad como única posibilidad plausible para la explicación del por qué de todas las cosas. Al final de los caminos recorridos, siempre me he encontrado ante la necesidad de reconocer la existencia de una voluntad, una voluntad cósmica, una mente infinita, como explicación última de la realidad, so pena de encerrarme en un callejón sin salida. Con esa necesidad me he encontrado cuando he considerado la posibilidad de que la nada sea el origen de la realidad, o cuando he reflexionado sobre los objetivos de esta última. Lo mismo me ha ocurrido cuando he pensado en la fuerza activa que crea las esencias y los entes (las cosas que existen) basados en ellas, así como cuando he tratado de discernir si el mero existir puede ser el origen del ente. Esas reflexiones podrían llevarme a una absoluta frustración, de no ser por mi creencia en esa voluntad cósmica cuya existencia avizoro.
Esa voluntad que he columbrado no es una voluntad-propiedad de la materia, como creen ciertos filósofos, ni algo así como un panteísmo. Se trata de una voluntad cósmica, sobrenatural y trascendente, una mente infinita, que emerge recurrentemente, cual luz refulgente, inevitable, enhiesta en lo más alto de las reflexiones que mi personal complexión material-espiritual me lo permite.
[1] Juan Pablo II, “Fides et Ratio”.
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